miércoles, 16 de mayo de 2012

Miedo.


El miedo lo puede todo. Es prácticamente indestructible.
El miedo decide por nosotros. Bloquea nuestra mente y sentidos, ciega, provoca inseguridad, devora ilusiones, nos hace retroceder, sin ser conscientes de que corremos el riesgo de perderlo todo.
El miedo es un gran enemigo que aparece cuando menos te lo esperas. Te guiña el ojo con una maldad suprema, se te mete en el cuerpo y te paraliza, te impide avanzar y tomar decisiones.
El miedo mata las almas que ansían vivir, las que luchan contra imposibles para resucitar y volver a respirar el aire fresco de las emociones.
El miedo te impide amar.
Cuando atraviesas continuamente desniveles, carreteras directas al abismo, curvas peligrosas y baches de todo tipo y colores, no pisas el acelerador tanto como antes. Ni siquiera marcas los mínimos de velocidad. Manejas el volante pero no terminas de hacerte con él. Y entonces, frenas bruscamente, paras con más frecuencia en las estaciones de servicio para reponer energía, tardas un par de horas más en llegar al destino. Porque ya no te atreves a correr, por más que el terreno sea llano, la visibilidad inmejorable y el paisaje inmensamente precioso y envolvente.
Quizás debería cerrar heridas antes de empezar un nuevo viaje. Me aterra volver a sufrir, hacer daño, enamorarme o no enamorarme. Me da pavor sentir emociones enterradas, dejarme llevar y perder la razón. Me he tirado mucho tiempo arrastrada gritando SOS y, ahora que veo algo de luz, parece que no quisiera salir de mi escondite. Me da la impresión de que me he acomodado en mi propia mierda, y que cualquier imprevisto descolocará mis esquemas. Es el miedo a ser feliz. Son las paradojas de la vida.
Dejo el coche en punto muerto y con el freno de mano bien echado. Espero que, con el tiempo, consiga meter primera y correr hasta volar.

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